Ana Ros, chef femenina número uno del mundo, reclama junto a la maitre de Nerua, la sumiller de Mugaritz y la pastora Baskaran un mayor reconocimiento para la labor femenina en la gastronomía

Levantarse pronto, acostarse tarde, estar muchas horas de pie, tener la cabeza en mil cosas distintas, responsabilizarse de un equipo que vive al límite también y al que hay que cuidar y animar, dar la cara ante los proveedores y los clientes y los medios de comunicación, defender la propia historia, no olvidarse nunca de que en casa –por muy cerca que la casa esté del trabajo, es otro espacio con sus propios tiempos y preocupaciones– están ocurriendo las cosas que pasan en todos los hogares: los exámenes, las extraescolares o los deportes, la necesidad de conversación, el dinero que no cae del cielo, los problemas que hay que saber detectar antes de que tengan palabras… Uf, son muchos frentes”. Son los que tienen abiertos las mujeres en el mundo de la gastronomía, cada una con sus peculiaridades en función del puesto que desempeñan. Así lo contó Ana Ros, mejor chef femenina en 2017 según de Best Restaurant, en el acto que la semana pasada tuvo lugar en el auditorio del Museo Guggenheim, en el marco del programa TopArte.


La presencia de Ana en Bilbao dio pie a una mesa redonda para analizar la realidad de las mujeres en el mundo gastro. Junto a la cocinera del restaurante Hiša Franko, en Kobarid, Eslovenia, estuvieron contando experiencias y lanzando ideas Stefania Giordano, maitre de Nerua; Silvia García, sumiller de Mugaritz, y Bidane Baskaran, productora de queso Idiazabal. Y sí, no hay otra que reconocer, de nuevo, que el trabajo de estas mujeres es menos visible que el de los hombres que hacen lo mismo. Es más: “no se quiere ver ni siquiera que no se quiere ver”. Lo dijo la sumiller. Por este motivo son necesarios los encuentros de mujeres que promueve Grastro Woman World, plataforma dedicada a visibilizar el trabajo femenino en el mundo de la alimentación.


Y esa fue una buena razón para que Ros aceptara un reconocimiento con apellido –chef “femenina”, no simplemente chef– que alguna otra cocinera ha rechazado precisamente porque tenía una coletilla que limitaba el alcance. Decir que sí al título ha hecho posible que Ros se dedique a hablar de sí misma y su trayectoria, de la culpabilidad que siente por no estar en casa, por los viajes…


Como “perro apaleado”

Ella heredó de sus suegros el local familiar, y trabaja con su marido. Pero es ella la estrella. A Baskaran, hija de quesero, aun la llaman en su entorno la “hija de Patxi”… “Y no sabéis las cosas que tengo que oír. Como pero tú, que eres una muñequita, qué haces aquí”, comentó esta licenciada en Filología Vasca que decidió quedarse en el caserío y aceptar el legado familiar. Stefania Giordano y Silvia García también tienen este tipo de experiencias, como hijas de o hermanas de o parejas de, “como si las mujeres no pudieran ser nunca ellas mismas, ellas solas”. Sus currículums no bastan para identificarlas, al parecer, todavía hoy.


“Si el caserío ha pervivido, ha sido por la mujer”, comentaba Baskaran. “Ella ha llevado tradicionalmente el cultivo de la huerta, el ganado y además la familia. Y ha elaborado productos, y seguimos haciéndolos. Pero no se reconoce aún”. Señalar y difundir ejemplos de lo que las mujeres hacen en cualquiera de los puestos de esta cadena que va de la producción a la mesa –hacerlos visibles más allá de lo doméstico– es fundamental, coinciden.


No es solo tarea de otros, lo es propia. “Nos autolimitamos porque la sociedad nos ha puesto ahí. Ser madre, ser mujer, cuidar de la casa”, dice García, “y nos merecemos el derecho de salir de ahí”. Del sentir que no se está donde se debe, y volver a casa como “perro apaleado”, ilustra Ros. “Un hombre no decide, lo puede tener todo; pero una mujer está ante muchas puertas y tiene que elegir”, en palabras de Giordano. Complicado, coinciden.