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El día es precioso. Va a llover, pero durante la mañana el cielo está hasta azul, muy azul, y aparece alguna nube de vez en cuando que, lejos de enturbiar la imagen que de las montañas y de Durango se tiene desde Bikandi Txakoliña, hace que la vista sea aun mejor. La viña sube por la ladera detrás del caserío que levantó Luis, el padre de la txakolinera Miren. Ahora él se encarga del campo y ella de todo lo que tiene que ver con la elaboración de un vino que puede presentarse en el mercado con dos nombres: MS Bikandi y Bikandi 50. El primero llega puntual cada año; el segundo, solo si la cosecha ha sido muy buena y, durante el proceso, el caldo apunta maneras.

No es un caso extraño en el mundo del txakoli, el de la mujer al mando, pero si se les pregunta a las invitadas a la reunión en esta bodega, todas ellas sumilleres, acaban saliendo menos conocidas de las que creen en un primer momento. Alguna ya ha cerrado, alguna otra realiza tareas que no son la de oler, alimentar, mezclar, vigilar, añadir, probar y, en fin, cuidar ese “ser vivo” que es el txakoli. Van saliendo nombres…

Fuera del escaparate
Las sumilleres que acuden a la cita, auspiciada por Gastro Woman World –una plataforma que pretende visibilizar el trabajo femenino en el mundo de la gastronomía– son Rebeca Sainz, Itxaso Arana, Marga Atutxa, Beatriz Osorio y Elena Urigüen. Por este orden, de los restaurantes Víctor, Jolastoki, Andra Mari y Palacio Tondón (en Briñas, La Rioja) y de la empresa Despierta Tus Sentidos, que organiza catas y experiencias gourmet. “Somos muchas, pero tal vez no aparecemos tanto en el escaparate como lo hacen los hombres”, se dicen algunas de estas mujeres.

“Pues imaginad cómo era cuando empezamos nosotras”, señalan Arana y Atutxa, que cuando comenzaron en la Asociación de Sumilleres de Bizkaia y fueron a sus primeros concursos como el de la Nariz de Oro… se encontraron con que “de 100 participantes podíamos ser solo seis o diez mujeres”. Beatriz Osorio, más joven, también habla de “cinco entre 40” en alguna competición reciente.

“Será que no somos tan competitivas o que no nos lo creemos o que nos cuesta empoderarnos”, lanza alguna. “Y que socializamos de otra manera y cuando aparecemos ellos no están cómodos y eso se nota. Yo no voy a saludar con un “ey, cabrona”, por ejemplo”, añade Osorio. A Urigüen le siguen viniendo a la cabeza las primeras veces que entró en un restaurante a “vender vinos a señores de más de 60 teniendo yo 23. Me miraban raro. Y sientes que tienes que justificarte. Por ser joven, por ser mujer. Hoy ya no”, sonríe. “Tienes que demostrar siempre algo”, dice Atutxa.
Ahora ese esfuerzo extra ya no les hace falta a ninguna de ellas, que hace tiempo que han demostrado lo que saben. También la bodeguera, Miren Bikandi, que tiene la oportunidad de mostrarles su trabajo. Reivindica de paso la necesidad de contar con txakolis en las cartas de los restaurantes y en las barras de los bares, para mesa y para poteo (se sigue asociando sobre todo a esto último). Urigüen es de las primeras en darle la razón: “Tenemos que concienciar al hostelero. Que no te saquen, de primeras, un Rueda frente al Guggenheim”.

Explicaciones sobre el terreno
Bikandi las recibe, les muestra el campo –desde allí se ven Durango y Abadiño, las cimas del Anboto, Udalaitx, Mugarra, Oiz, entre otros, y hasta los túneles del AVE horadando las montañas– y después se detiene cerca de la puerta del caserío. Señala hacia abajo. Ahí empieza la transformación. Todo el subsuelo, el de la casa y el del aparcamiento, es bodega, como si al corazón del txakoli le hubieran puesto una txapela. Por aquí se mete la uva de estas tres hectáreas de terreno y de las que compran y vendimian ellos mismos en otras propiedades para elaborar sus algo más de 60.000 botellas anuales; por ahí abajo siguen su camino por la maquinaria; por allí llegarán a los depósitos…

Bikandi cuenta algunos de sus secretos. Por ejemplo, que solo trascurre hora y media desde que se coge el primer racimo hasta que se vuelca en la tolva. Que no se utilizan cajas, sino solo el remolque del tractor que conduce el aita. Y que “todo queda aquí, todo se aprovecha. Lo único que sale fuera del caserío es el txakoli”. Es decir, aquí todo lo que llega del campo y no se convierte en vino, vuelve en forma de abono al lugar del que fue traído.

Después de explicar por encima el proceso –”vosotras sabéis mucho más que yo”– llega la cata, y con ella el intercambio de anécdotas e impresiones sobre el mundo en el que se mueven. ¿Vino vegano? ¿Bajas de maternidad? ¿Levaduras? ¿Servilletas de papel? ¿Alergias? ¿Pintxos a 0,50? ¿Pero quedan vinos de menos de 14º? ¿Y el cambio climático? De todo un poco, como en bodega, que no en botica
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